La censura no es un fenómeno nuevo. La censura es milenaria. Y en la mayoría de los casos, la censura es herramienta  de opresión.\

Ahora, si me hubieran dicho que en la era de la información censurar libros en las escuelas se convertiría en tendencia, probablemente hubiera fruncido el ceño en señal de incredulidad. Pero así acontece en los Estados Unidos de Norteamérica; existe un “debate” donde algunos creen que proteger a los estudiantes de ciertos contenidos es la solución. ¿Pero la solución a qué problema?

Censurar libros es como querer nadar en una piscina sin agua: quita la oportunidad de sumergirnos en las ideas y perspectivas que pueden no ser siempre cómodas, pero son esenciales para ampliar la mente y fomentar el desarrollo intelectual.

La censura es también contraria al arte de pensar críticamente. En una época donde la desinformación y los “fake news” son un término común, necesitamos más que nunca enseñar a nuestros jóvenes a analizar y cuestionar. Si solo ofrecemos  versiones azucaradas y filtradas de la historia, estamos suprimiendo la capacidad de los ciudadanos para pensar por sí mismos. ¿Pues quizás ese sea el problema?

La mayoría de los textos censurados cuentan las historias de los marginados de la tierra y sus luchas emancipadoras. Silenciar estas voces es borrar capítulos de nuestra historia. ¿Y quién se beneficia de una historia borrada o no contada? Pues quizás ese sea el problema.

La censura no previene daño alguno, solo fomenta y cultiva uno de los peores males sociales: la ignorancia. Ese es el problema.

Librorum prohibitorum